lunes, 10 de julio de 2017

HISTORIA DE LA COMUNICACIÓN POLÍTICA


PIÉROLA, MUERTES Y RESURRECCIONES

En tiempos en los que la imagen reciente de los presidentes parece desdibujarse con facilidad,cabe preguntarse ¿Cuál es la percepción que se tiene de estos en el imaginario nacional?. ¿El paso del tiempo es suficiente para atemperarlos errores del pasado? ¿Cuál es el límite entre la memoria y el olvido en la construcción de la historia de las naciones? Decía Benedict Anderson, que las naciones son comunidades imaginadas y que, en la construcción de su propia identidad, los recuerdos y los olvidos tienen una importancia similar. Pero es cierto también que la lectura del pasado parte de un espacio y tiempo histórico determinado, y que la visión del pasado y el balance de sus actores sociales siempre está abierta a nuevas interpretaciones. Hace cuatro años, algunos medios de prensa nacional recordaban el multitudinario entierro de un político peruano a inicios del siglo XX. Hacía cien años que Nicolás de Piérola había muerto, el país entonces vivía un período de estabilidad económica y política, asegurados por el crecimiento de la economía y por una democracia que, aunque limitada y excluyente, permitió una seguidilla de presidentes civiles que accedieron al poder sin golpes de Estado ni guerras civiles. El arquitecto de este edificio político recibía el póstumo reconocimiento del pueblo que lo había acompañado en su derrotero, más de una vez con destino a Lima para imponerse en el poder. Casi veinte años antes, Piérola había ingresado a Lima liderando una coalición contra el fallido intento de Cáceres de prolongar su régimen. Luego de un cruento enfrentamiento en las calles de la ciudad entre las montoneras pierolistas y el ejército profesional, desistieron Cáceres y sus breñeros. De este modo quedó allanado el camino para la victoria electoral de Piérola en 1895. 
El nuevo régimen significó el fin del segundo militarismo surgido del desastre nacional tras la infausta guerra con Chile. La guerra civil significó, a su vez, el fin de una forma particular de hacer política en el país; el llamado califa se convertía, así, en el último caudillo de los estertores del siglo XIX. El apoyo popular a Piérola fue gravitante en la revolución que se trajo abajo el cacerismo, tanto como el apoyo del Partido Civil. Esta suerte de coalición, formada por el Partido Demócrata, fundado por el propio Piérola en 1884, y el Partido Civil fue vital en la consolidación del nuevo régimen. La alianza había sido el resultado de una extraña simbiosis política entre dos enemigos naturales. En el tiempo de la Guerra del Pacífico, e incluso antes, civilistas y pierolistas habían mantenido un enfrentamiento conconatos de guerra civil, especialmente en la ocupación chilena de Lima. A fines de 1879, cuando todavía se luchaba en el sur, Piérola había encabezado un golpe de Estado, aprovechando el viaje del presidente Mariano Ignacio Prado fuera del país. La decisión de Prado de abandonar el Perú en un contexto tan aciago ha sido motivo de diversas investigaciones que todavía hoy en día divide a los entendidos. No obstante, dejando de lado este debate, proponemos otro: ¿Cómo interpretar el golpe de Piérola?, ¿Cómo el fin de una estratagema de oportunismo político o como el irreverente acto bienintencionado de un patriotismo forjado a pulso? Lo cierto es que el golpe recibió el apoyo popular, produciéndose entusiastas manifestaciones en la capital en favor del caudillo rebelde. Desde el inicio de la guerra, Piérola se presentó, junto a un grupo de voluntarios adeptos al caudillo, para defender el país. Tiempo después, como Jefe Supremo de la República, se vio en la imperiosa tarea de liderar la defensa nacional; empero, decidió enfrentar no solo a los chilenos sino también a Prado y a los civilistas en el peor momento de la guerra. Las críticas de sus adversarios se concentraron en su decisión de colocar al mando del ejército a sus propios partidarios (fueran o no militares) y en sus extravagantes desfiles y exhibiciones públicas. En la defensa de Lima, ante la inminente invasión chilena, el dictador Piérola dispuso la organización de dos líneas defensivas para evitar el ingreso de los invasores a la capital. Organización mucho más fantástica que efectiva, según expresó el historiador chileno Vicuña Mackena. A pesar de los esfuerzos del dictador y de las armas peruanas, pronto el enemigo se hizo de Lima y con ello la anarquía se apoderó del país. Piérola abandonó la ciudad, con el objetivo de organizar la resistencia y/o con el de entorpecer la firma de un tratado de paz con los invasores. En esta difícil coyuntura nacional, las viejas rencillas con los civilistas desataron enfrentamientos intestinos resumido en el famoso “Primero los chilenos que Piérola”, atribuido de manera extraoficial a los civilistas perseguidos por el dictador poco antes del ingreso chileno a la capital. Luego que Piérola abandonara la ciudad, los civilistas auspiciaron, a través de una junta de notables, la formación de un nuevo gobierno en Lima, encabezado por el jurista Francisco García Calderón. En tanto, Piérola, afincado en la sierra, se mantenía renuente a abandonar el poder. Civilistas y pierolistas terminaron enfrentados en medio de la ocupación chilena. Los invasores habían decidido apoyar al gobierno de García Calderón, con el único objetivo de pactar la paz definitiva y refrendar la posesión de los territorios del sur obtenidos a cañonazos. Sin embargo, pronto descubrieron que García Calderón no era precisamente el hombre que necesitaban para tal efecto. Tan pronto descubrieron los chilenos que García Calderón sería un hueso duro de roer, resolvieron enviarlo preso a Chile. Al poco tiempo, Piérola renunciaba formalmente al poder, pues había perdido el respaldo popular, así como el apoyo de las fuerzas del norte, centro y sur. En tales condiciones, marchó al exilio. Era el peor momento para los viejos enemigos: civilistas y pierolistas. El enfrentamiento con los civilistas se había iniciado años atrás cuando Piérola contaba con apenas treinta años. En 1869, como ministro de Hacienda de Balta, había presentado ante el Congreso un ambicioso proyecto para ahuyentar del país el fantasma del déficit fiscal. El joven ministro planteó la necesidad de renegociar los contratos guaneros, y entregar el guano a un mejor postor. Este rico fertilizante venía siendo explotado por un conjunto de empresarios nacionales que habían amasado importantes fortunas bajo la fórmula de empréstitos y adelantos al fisco, por la venta del preciado fertilizante. Con la crisis económica, galopante hacia fines de la década del sesenta, la crítica social se enfocó en estos consignatarios del guano. Piérola, en buena medida, canalizó la crítica popular hasta la alta esfera del Gobierno. En el discurso que pronunció ante el Congreso, tras su nombramiento como ministro de Hacienda, llamó la atención sobre la situación que enfrentaba la economía nacional. Poco después, en una sesión de la Cámara de Diputados, dio a conocer la receta para la enfermedad que afectaba al fisco. El meollo del asunto se encontraba en el sistema de expendio del guano. Para librarse del déficit, el fisco debía mejorar las condiciones de la consignación del guano. El Estado debía prescindir de los consignatarios y establecer un sistema de comercialización del guano que resultase favorable al nuevo escenario económico. A este llamado respondió Augusto Dreyfus, epónimo del contrato guanero que le permitió al Estado resolver el problema del déficit fiscal y atender el pago de la deuda externa. El contrato Dreyfus se firmó en París en 1869.
 La casa comercial judío francesa se comprometía a inyectar importantes capitales en favor del Estado peruano, a cambio de la entrega de dos millones de toneladas de guano. Los capitales para la venta del fertilizante y la administración del negocio corrían por cuenta de la casa comercial. El contrato, además, sirvió para garantizar la adquisición de nuevos empréstitos en el extranjero que le permitió al Estado de Balta financiar el presupuesto estatal y emprender un ambicioso proyecto ferroviario y modernizador de Lima. Sin embargo, la firma de este contrato es también un punto de ruptura que trascendió en el tiempo. Los consignatarios nacionales, despojados del guano tras dura batalla, sentaron las bases del club que poco después se convertiría en el partido Civilista, que agrupó a terratenientes, comerciantes y a una amplia clase urbana limeña. La plutocracia pugnaría las elecciones de 1872, colocando como punta de lanza a su hijo predilecto: Manuel Pardo y Lavalle, adinerado comerciante y consignatario limeño de importante carrera política, que había fungido de ministro de Hacienda y alcalde de Lima. Pardo lideró una arrolladora campaña electoral y se hizo del poder convirtiéndose en el primer presidente civil del país. Sin embargo, a pesar de su carismático liderazgo, Pardo no logró reconciliar la enemistad surgida entre los civilistas y Piérola, quien no tardaría en rebelarse contra el gobierno constitucional; las intentonas fueron solo el preámbulo de una enemistad duradera. Hacia fines del siglo XIX, lejos de la crisis fiscal, la deuda externa y la debacle por la guerra, Piérola se presenta como el garante de un nuevo ordenamiento político y económico, que sentaría las bases de las dos primeras décadas del siglo XX. Fruto del pacto político entre los partidos Demócrata y Civilista, el segundo gobierno de Piérola cerró simbólicamente un primer ciclo de nuestra historia republicana. Del Piérola de este período cabe destacar importantes reformas que propugnaron la modernización y el progreso material del Estado. En este sentido, apuntaron la reforma tributaria, que terminó con el establecimiento de la compañía recaudadora de impuestos, así como la creación del Ministerio de Fomento que buscó impulsar el desarrollo del país y el proyecto para la profesionalización del ejército, bajo el auspicio de una misión militar francesa. En contraparte, la base del gobierno mantuvo su raigambre paternalista y autocrática. La reforma electoral promulgada por el gobierno de Piérola en 1896 limitó el voto a los que sabían leer y escribir, lo que en la práctica significó el fin del voto indígena. Al final de su gobierno, el país gozaba de una envidiable recuperación económica y un ordenamiento político estable, que dio lugar al periodo más largo de sucesiones presidenciales sin golpes de Estado que ha conocido nuestra historia republicana. ¿Cuál es finalmente el legado del califa? A cien años de su muerte, no resulta extraño que el popular grito ¡Viva Piérola! haya trasuntado en el tiempo y continúe resonando en el imaginario nacional. Su abierto enfrentamiento con los consignatarios guaneros se convirtió, a la postre, en signo de su lucha contra la corrupción y la vindicación de los intereses de la nación. En el balance histórico del personaje, fruto de las muertes y resurrecciones sucesivas de los hombres públicos, parafraseando a Basadre, han pesado más los aciertos de su última gestión. A juicio del historiador de la república, a sus cincuenta y seis años, lejos de los apasionamientos juveniles, Piérola buscó y encontró la oportunidad de superar y olvidar los errores del pasado. A mediados de 1913, la ciudad se despidió del caudillo demócrata. Las referencias del acto póstumo dan cuenta de una multitud acompañándolo en su último desfile. Piérola había muerto y entre los trajes raídos y la buena ropa que acompañaron su féretro, se confundían los diversos rostros del país. Vivimos un periodo de crecimiento económico y de gobiernos democráticos que se suceden unos a otros desde el 2001, en una estabilidad política solo comparable con la que experimentó el país a inicios del siglo pasado. No obstante, son tiempos también de crisis moral y escándalos de corrupción, acaso comparables con los escándalos de la consolidación en los tiempos del guano. ¿Cuál será el balance postrero de nuestros últimos gobernantes? ¿Volverán los tiempos de entierros multitudinarios? 


ECRITO POR:  César Cortez
 Historiador y docente con estudios en la Universidad Nacional Federico Villarreal y la Pontificia Universidad Católica del Perú. Sus investigaciones se orientan hacia la historia política y social del Perú republicano del siglo XIX, así como a temas vinculados con la antropología de la muerte y la historia de las mentalidades colectivas. Actualmente es profesor de ciencias sociales en el Colegio Italiano Antonio Raimondi y editor de textos escolares en Santillana.


FUENTE : QUÁNTICA N° 2 REVISTA DE ANÁLISIS DE COMUNICACIÓN POLÍTICA - MACPO / MAYO 2017 


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